6 de nov. 2015

Del llibre LA VIDA SIMPLE, de Sylvain Tesson.

Reflexions de l’autor, que es va passar 6 mesos vivint en una cabana de fusta al costat del llac Baikal, a Siberia.
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El frío, el silencio y la soledad son estados que en el futuro serán más preciosos que el oro. En una tierra superpoblada, recalentada, ruidosa, una cabaña en el bosque es la utopía. A mil quinientos kilómetros al sur, vibra China: mil quinientos millones de seres humanos que se preparan para la falta de agua, de madera y des espacio. Vivir en un bosque al borde de la mayor reserva de agua dulce del mundo es un lujo.
Los teóricos de la ecología pregonan el decrecimiento. Dado que no podemos seguir apuntando a un crecimiento infinito en un mundo con recursos cada vez más escasos, deberíamos hacer más lentos nuestros ritmos, simplificar nuestras vidas, disminuir las exigencias. Son cambios que se pueden aceptar voluntariamente. Mañana, las crisis económicas nos lo impondrán.
La cabaña es un terreno perfecto para construir una vida sobre los cimientos de la sobriedad lujosa.  La sobriedad del ermitaño consiste en no cargarse de objetos, ni de semejantes. Perder el hábito de sus viejas necesidades, pues la abundancia de detalles oculta el vacío.
La única virtud es la aceptación.
El hombre civil quiere que los demás estén contentos con él, el solitario está obligado a estar contento él mismo, o su vida será insoportable. Así, el segundo está obligado a ser virtuoso.
Si el ermitaño se comporta mal, la experiencia de su vida de ermitaño le impondrá el castigo de soportar una atmósfera viciada por su propia maldad.
Al solitario le conviene mostrarse benévolo con lo que lo rodea: reclutar a su causa animales, plantas y dioses. El ermitaño se prohíbe toda brutalidad contra su medio ambiente. Es el síndrome de San Francisco de Asís que habla a sus hermanos pájaros, Buda acaricia al elefante furioso, san Serafín de Sarov alimenta a los osos pardos y Rousseau busca consuelo en la herborización.
El retiro es rebelión. Irse a la cabaña es desaparecer de las pantallas de control. El ermitaño se borra. No envía más huellas digitales, ni señales telefónicas, ni pulsos bancarios. Se deshace de toda identidad. Y no es necesario irse al bosque: el ascetismo revolucionario puede practicarse en ambiente urbano. La sociedad de consumo ofrece la opción de adaptarse a ella. En la abundancia, unos pueden vivir como burgueses pero otros pueden hacerse monjes y mantenerse escondidos en el murmullo de los libros. Éstos recurren entonces a los busques interiores sin dejar su departamento.

Esta vida da paz. No es que se apague en uno todo deseo. La cabaña no es un árbol búdico de la Iluminación. El ermitaño reduce las ambiciones a las proporciones de lo posible. Estrechando la panoplia de las acciones, aumenta la profundidad de cada experiencia. La lectura, escritura, pesca, ascenso a la montaña, el patín… la existencia se reduce a una docena de actividades. El náufrago goza de una libertad absoluta circunscripta a los límites de su isla. Al comienzo del relato de Robinson el héroe trata de escapar construyendo una embarcación. Está persuadido de que la felicidad se sitúa detrás del horizonte. Arrojado otra vez sobre la orilla, comprende que no escaparé y entonces, apaciguado, descubre que la limitación es fuente de felicidad. Se dice entonces que se resigna. ¿Resignado, el ermitaño? No más que el hombre de ciudad que, hastiado, comprende de pronto bajo las luces del bulevar que la vida no le alcanzará para gozar de todas las tentaciones de la fiesta.
Si tu vida te parece pobre, no la acuses. Acúsate a ti mismo de no ser lo bastante poeta para percibir sus riquezas (Rainer Maria Rilke – 1903).
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Somos los únicos responsables del gris de nuestras existencias. El mundo pierde color por nuestra propia insipidez. ¿La vida ha empalidecido? Cambiemos de vida, vámonos a la cabaña. Si el mundo sigue tedioso y el ambiente insoportable, el veredicto inapelable es que somos nosotros los que no nos soportamos.
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